La boda de Víctor y Ange en Durango, Durango
De noche Invierno Blanco
V&A
27 Dic, 2015La crónica de nuestra boda
Concilié el sueño pasada la media noche. Era una de esas noches tormentosas. El viento rugía afuera y las ramas secas del recién llegado invierno se estrellaban contra mi ventana.
-Duerme ya, que mañana será un día largo.
Había pasado el último año pensando en ese momento. Imaginando, planeando, articulando cada detalle, soñando… y ahora estaba ahí. En un momento trascendental de mi vida.
El sueño duró poco. El viento arreciaba a lapsos cada vez más cortos y la noche se hacía cada vez más gélida.
-Dios, yo sé que te pido una cosa banal, pero haz que el viento pare.
He tenido peticiones más importantes, más cruciales, pero no las he pedido con esa vehemencia. ¿Que si estaba cansada? Al cuerpo no le importa el agotamiento en momentos como ese. Comencé a recordar.
-¿Qué día decidiste que querías casarte conmigo? –el día que estabas en el hospital.
Ese día yo también supe que lo amaba más en serio de lo que creía. Al borde de este mundo, lo único que lamentaba era dejarlo. No quería perderme lo asombrosa que podía ser una vida a su lado. No pedí perdón a Dios por mis pecados, le pedí perdón a él por haberme asomado sin querer a la muerte. Y Dios me dejó vivir.
Seguir leyendo »Después de ese día aún pasaron tres años más, varios médicos, una maestría y un viaje de un mes antes que él pudiera decirme lo que ya había decidido hacía tiempo.
Ni siquiera recuerdo que fue lo que dijo. Nada creo. Solo se hincó a mi lado y me mostró el anillo. Debió preguntarme. Él jura que lo hizo. No importa de todos modos. Las palabras nunca bastan cuando lo que hay que decir desborda el alma. No me preguntaría nada de lo que no supiera ya la respuesta. La elegante cena pasó a segundo plano. El postre, mi favorito, quedó intacto en el plato. Tuve la sensación de que dormía.
El viento no se detuvo. A las 7 am me levanté. Mi voluntad era quedarme en cama al menos media hora más, pero mi cuerpo no quiso. Desayuné bastante bien, y como buena novia el día de su boda, me lancé al pleito contra la mitad de la familia. Aún tuve tiempo de rehacer el caído moño de una copa y ordenar las cosas que habría que llevar a la iglesia y al salón. Todo estaban en calma menos yo, era muy temprano. El desayuno fue de pie, en la cocina atestada, entre risas y humores de todo tipo. Mis hermanas reían, lloraban y se enojaban a mí alrededor y mi madre las llamaba a la calma. El último desayuno juntos. Lo extendí cuanto me fue posible, como si fuera un día cualquiera. El baño en cambio no pude alargarlo por más que quise. Estando sola mi mente se aceleraba y la euforia se apoderaba de mi cuerpo. Con esa prontitud debería estar lista todas las mañanas, pero solo esa vez tenía el incentivo correcto para hacerme estar a tiempo.
Eran las 10 con 15 minutos cuando entramos en el salón de belleza. Elegantemente tarde claro. Ya estaban las tías, la hermana y la madre de él. De mi familia solo mi mama y mis hermanas. Hubiera deseado que fueran mis tías o tal vez mis damas quienes me acompañaran, pero yo no coordiné la cita, ni tuve voz en el asunto. Antes incluso que el estilista estrella llegó mi fotógrafo. Armado de un juego de lentes que parecían cañones de balística y vestido cual si fuese miembro del ejército, su presencia fue otro ramalazo de adrenalina.
No fue él quien tomó las fotos de los preparativos, fue su segunda cámara, que resultara ser su novia. Ella, incluso más que él, lucía como toda una profesional. Algo dentro mío quería hacerla sentir cómoda. Incluso cuando tiró al suelo mi diamante por sacarle una fotografía haciendo equilibrio en un florero. Mi cerebro se ató a ella y a su cámara. Concentré todas mis energías en el lente y evité frustrarme con el sequito.
Rizos, rizos y más rizos. El sonido del obturador. Más rizos. Calor. Un flash distante. Mi mamá mostrándome su maquillaje. Y luego me encerraron en una habitación ajena al alboroto. Acompañada claro por mi camarógrafa. El estilista estrella había llegado por fin. Tardó todo lo que una persona puede tardar en realizar un maquillaje. Pintó sobre mi cara casi con furia. Tenía una expresión entremezclada de concentración, desagrado y complacencia. No te muevas. No hables. No te rías. No respires... Poco le faltó para este último. Su obra perfecta era arruinada con mis risas.
-Gesticulas demasiado… -
Yo estiré la cara lo más seria y lisa que pude. En reposo absoluto. Él salió del saloncito en busca de algo. La fotógrafa soltó una carcajada.
-¡Qué horror! Te quiere tener como una tabla –acto seguido apuntó el lente –dame una sonrisa más amplia. Yo la obedecí contenta de tener a alguien de mi lado.
Aunque hizo lo que quiso conmigo y no lo que yo había pedido, me sentí hermosa cuando acabó. Sí que era un estilista estrella. Aunque no volvería a maquillarme con él sí puedo evitarlo.
Al final, aún era necesaria una última prueba.
-Entraré velada a la iglesia. –dije y logré arrancarle una sonrisa.
-¿De verdad? Ya no se ven novias clásicas tan a menudo –
Mi velo era una pieza doble de tul de tres metros de largo, con las orillas bordadas de un encaje ancho incrustado de pedrería y re bordado con hilo de plata. El hombre pasó la parte corta del velo hacia adelante. No pude evitar sonreír. Ni él ni la fotógrafa pudieron evitar sonreír. Era como la imagen de una película de Audrey Hepburn mezclada con alguna gran diva mexicana.
Satisfecho de su trabajo regresó el velo a su lugar y me dejó salir del “área de las novias”.
Mi mamá estaba lista. Y la mitad de mis hermanas estaba lista. Eran las 2 de la tarde. Y el salón era un desastre. Otra novia había entrado en el saloncito aislado y tres quinceañeras esperaban impacientes sus turnos. Los sequitos de cada festejada eran inmensos y un arsenal de 6 chicas trataba de dar alcance a la demanda. Hice un cálculo mental. No lo lograrían para sus sesiones de fotos. Tuve suerte de ser la primera. Mis hermanas tampoco volverán a maquillarse con él, sí pueden evitarlo.
Llegué a casa envuelta en agitación. “Las niñas no están listas”, “Debemos salir en una hora a la iglesia” “Alguien peine a las niñas” Mis sobrinas eran un desastre con la cara llena de chocolate. “Quien les dio chocolate si ya están bañadas”. Llego Rambo con su gigantesca cámara. Escuché desde el comedor que preguntaba por mí y decía a mi papá que venía a cubrir la puesta del vestido y la bendición.
Le di todo lo que me había pedido desde antes. Las arras, el lazo, los anillos y demás artículos que usaríamos en la celebración. Subimos a la habitación que habíamos dispuesto para la sesión. Mi hermoso vestido de ensueño estaba colgado de la ventana y la luz del sol, que entraba plácidamente a través de las delgadas cortinas color beige, lo iluminaban haciéndolo resplandecer. Todo era claridad en esa habitación.
-Hagan lo que tengan que hacer, como si yo no estuviera. Nos dijo él enfocándonos.
Mi hermana menor y yo nos sentamos en la cama. No teníamos mucho que hacer hasta que fuera hora de vestirnos. Hábil en su trabajo, encontró el espejo favorito de mi mamá y nos colocó frente a él a mi hermana y a mí. Hizo muchas tomas. Llevaba mis zapatos de un lado a otro y se escondía en las escaleras para capturar momentos desde ángulos improbables. Me quité la ropa en el baño y me enredé en una batita blanca afelpada, propiedad de mi mamá. Llegaron las damas, 5 en total. Una había cruzado el atlántico y otra había cruzado Norteamérica para ser mis damas. Más tomas. Llegó la pizza que mi papá inteligentemente había ordenado. Más tomas con la pizza. Finalmente la hora de vestirse. Mi papá y el fotógrafo esperaron pacientemente abajo. Mi mamá y las muchachas descolgaron el pesado vestido de la ventana y me enfundaron en él. Era un vestido enorme de princesa con falda de tul plisado y una cola de casi dos metros. El escote de hombros descubiertos en semi corazón estaba bordado en su totalidad con el mismo encaje del velo. Había tardado seis meses en escogerlo y había adquirido y devuelto otro vestido antes de ese. Nunca se me ocurrió que podía ser incómodo. No cabría en el auto.
El fotógrafo nos acomodó cerca de la ventana para la bendición. Mi mamá fue la primera, mi papá aún esperaba abajo pues no había visto el vestido aún. Ella me dijo muchas cosas. Entre ellas que nunca olvidara a Dios y que lo invitara a formar parte de mi nuevo hogar. Me abrazó y me dio su bendición.
Cuando mi papá subió las escaleras la situación cambio un poco. Abrió la boca enorme y sus ojos de par en par parecían salirse de sus obritas. El fotógrafo se perdió ese momento, pero está claro en mi memoria. Su expresión de sorpresa cuando me vio desde media escalera.
-Valió la pena no ver ese "mugre" vestido – sacudió la cabeza. Él siempre ha sido bromista. Y yo lo amo tanto.
Terminó de subir y me abrazó. En su bendición no pudimos contener las lágrimas. Él no me aconsejó para mi nueva vida. Me dijo en cambio que todo esto no era justo, que ese futuro marido mío se llevaba gran parte de él, de su casa, de su tesoro.
Al final llegó la hora de irnos.
Cuando bajé la escalera me di cuenta que no podría caminar por la casa sin ayuda. Me atoré con la guirnalda navideña un par de veces hasta que por fin llegué abajo. El auto ya estaba ahí. Y mi ramo también. Era muy opuesto a lo que había pedido. Por más que recalqué mis deseos el florista hizo lo que quiso. La chica de la florería se disculpó y me ofreció un descuento, pero yo no quería un descuento, habría pagado más por mi ramo si así me hubieran dado lo que quería. Al final no había tiempo para cambiarlo. El ramo de la virgen era más bonito y pensé en cambiarlos, pero no tuve el valor. Ambos eran regalos de personas importantes.
Me subí al auto con mucha ayuda. Una tía del novio era la encargada de llevarme a la iglesia. Cuando arrancó el motor mi corazón dio un vuelco. No podía recargarme en el asiento. En un principio pensé que podía arruinar el peinado, pero en realidad mi cuerpo no me obedecía cuando intentaba empujarme hacia atrás. El teléfono de ella sonó varias veces.
-Si ya vamos para allá… -contestaba ella entre risas y tratando de calmar a su sobrino al darle las señas del camino.
En realidad uno nunca se imagina como serán los momentos como ese. Nunca ambicioné ser una esposa. Contrario a otras niñas, en mi infancia no soñaba con una boda. Finalmente comencé a imaginarlo conforme el tiempo pasaba y mi amor por ese hombre crecía. Y ahí estaba yo, viajando hacia la iglesia, vestida de novia, con un vestido improbablemente amplio y el corazón en la garganta.
El suave sol de las 4 pm de un día de diciembre se filtraba por las ramas de los árboles y pintaba el camino de un dorado brillante. A pesar del viento y del frío el sol me juraba que no me dejaría sola, y no lo hizo. A unas cuadras de la iglesia mi corazón galopaba desenfrenadamente. Mi cabeza daba vueltas y mi estómago se hizo un nudo. Cuando me di cuenta que me desmayaría me reí con ganas. “Debo acordarme de respirar” pensé. Nunca había tenido tantas emociones contenidas. Nunca me había sentido tan fuerte y tan débil como en ese momento. Capaz de correr por las calles hasta salir de la ciudad y a la vez al borde de perder el conocimiento. Pasamos frente a mi café favorito, por mi calle favorita cerca del parque y cuando dimos vuelta y la iglesia apareció frente a mi dejé de temblar.
Debía haber otra boda antes de la nuestra, pero la iglesia estaba vacía. Nos estacionamos con calma. Mi “rambo” personal hizo algunas tomas a través de la ventanilla. Necesitaba mi bolsa de emergencias, había olvidado ponerme perfume. No iría sin perfume a casarme. Me rocié tantas veces que seguramente el auto absorbió el olor a almizcle, y flores blancas.
De pronto vi al sacerdote haciéndome una seña desde el umbral, así que abrí la puerta del auto dispuesta a bajarme. Mi comitiva entró en pánico. ¡No te bajes! Clamaban unos ¡espera te ayudamos! Decían otros pero nadie se dio cuenta que el padre en el umbral veía su reloj impaciente.
Cuando por fin estuve de pie en el atrio y me había pasado el velo hacia el frente. Mis damas y el resto de la comitiva se ajetreaban por ordenarse frente a mí, pero el padre tenía otro protocolo en mente. Me volvió a hablar a señas. Nuevamente quise avanzar. Mil manos me sujetaron por todos lados. ¡Tú no te muevas, nosotros nos acomodamos! Quise decirles que me hablaba el padre, pero nadie a mí alrededor me prestaba atención realmente. Todos se encontraban ocupados en sus roles dentro de la comitiva y tratando de ayudar de la forma que mejor les parecía. La lucha entre mis pies y las manos que me retenían acabo cuando el padre grito exasperado.
¡Guadalupe! Nadie me llama Guadalupe nunca. Para el mundo soy Angelina.
Las manos pasaron de retenerme a empujarme, como si siempre lo hubieran sabido y fuese yo la que me resistía a ir al frente. Entre abrirme paso y algunos niños que comedidamente querían detener mi velo tarde una eternidad en situarme al frente de la comitiva. Cuando por fin lo logré ahí estaba él, viendo hacia el frente en suma concentración. Creo que tenía los ojos cerrados. Me situé un paso atrás pero el padre no estaba complacido, me hizo otra seña, di un pasito y se sonrió.
Debes estar aquí –señaló el sitio justo a un lado de Victor.
Me acerqué casi con timidez y con toda la fuerza de voluntad del mundo mantuve los ojos en el ramo. Yo quería que me viera hasta que fuera caminando por el pasillo, pero ahora al recordarlo siento que todo pasó como debía haber pasado.
El padre nos bendijo y bendijo a nuestras familias. Y luego se dio la vuelta y avanzó por el pasillo seguido del novio y su familia. Yo esperé hasta que alguien me dijo avanza. Entre poner un pie delante del otro mi mamá sujetándome del brazo y mi papá del otro dándome indicaciones, cuando alcé la vista estaba en el altar frente a él. Me miraba con ternura. No estaba asustado ni nervioso, ni a punto del llanto. Estaba tranquilo, seguro. Sonreía con calma, como cuando uno está satisfecho y no quiere nada más.
La iglesia estaba llena. Para mi sorpresa fueron muchos invitados. Era tan temprano que pensé que estaría vacía. El padre también parecía sorprendido. Hacia preguntas y la gente contestaba. Su mal genio se disuadió al ver a su atenta audiencia.
-¿Cuántos años tienes?
-Veintiséis
Incluso se sorprendió de escuchar mi edad. No sé si luzco más joven o más vieja, pero había pasado el último año justificando mi decisión de casarme “tan joven” “sin haber comenzado el doctorado” “para terminar de ama de casa” y ahora con su reacción a forma de broma me decía que él opinaba que estaba más que grandecita, más que madura, más que lista para pasar del “Srita.” al “Sra” en los boletos de avión.
-20, tienes 20 –todos comenzaron a reír. Yo comencé a reír. No iba a perder mis alas, iba a ganar un compañero de vuelo.
El hombre a mi lado lo dijo claro y fuerte. Estaba tan calmado que yo no podía creerlo.
-Yo, Víctor , te acepto a ti, Angelina, como mi esposa, y prometo serte fiel, en las alegrías y en las penas, en la salud y en la enfermedad, amarte y respetarte todos los días de mi vida.
Mi turno. No podía leer. Se me habían olvidado las letras. Miraba atónita el libro de liturgia.
-Respira –me dijo el padre. Debió haberse divertido mucho con esta boda.
-Yo, Angelina, te acepto a ti, Víctor, como mi esposo, y prometo serte fiel, en las alegrías y en las penas, en la salud y en la enfermedad, amarte y respetarte todos los días de mi vida.
Sentí un salto de triunfo dentro de mí. Lo había leído sin tartamudear. Sonreí de oreja a oreja.
-El anillo de la señora –pidió el padre y nadie entendio que señora. Yo era la señora… ¡Rayos!.
En mi turno estaba a punto de desposarlo en el dedo incorrecto y él lo cambio riendo. Su risa rompió mi tensión. Fue entonces que caí en cuenta que ya estábamos casados.
Él me dio las arras y yo las recibí. poco a poco volvía a aprender a leer.
El padre hizo una pausa y se quedó mirando con las manos entrelazadas sobre su barriga. Tenía una expresión de incredulidad.
-¡Se las dio todas!
-¡Cómo debe de ser! -Contestó alguien entre la gente y todos rieron nuevamente.
Víctor miraba alternativamente a mí y al padre – ¿que no debía? -ya antes alguien le habia aconsejado guardarse unas dos, por aquello de que yo las fuera a despilfarrar en "zapatos y maquillaje".
La ceremonia continuó. Nos hincamos. Nos pusieron el lazo. Nuestros padrinos de velación se situaron a cada lado con una vela encendida. Duramos hincados más tiempo del que me parecía romántico.
-Me duelen las rodillas –le susurré –. A mí también pero aguanta -me contestó.
Finalmente nos quitaron el lazo y apagaron las velas. Comulgamos, nos dio la bendición y podíamos ir en paz. Dejé a los pies de María el ramo bonito y salí de la iglesia de la mano de mi esposo.
Después de la sesión de fotos y de los miles de casi-besos que el fotógrafo nos pidió estaba exhausta. Me acurruqué en el asiento del auto envuelta en una chalina que me recordaba al chocolate blanco y simplemente le dije a Víctor que nos fuéramos a nuestra casa a descansar, que no quería ir a la fiesta. Y era verdad. Moría por acurrucarme con él y quedarnos dormidos. Ahora que la euforia había pasado me atacaba un fuerte dolor de cabeza. Así deben sentir los diabéticos la subidas y bajadas de glucosa. Había pasado un año planeando esa fiesta y en realidad no había prestado mucha atención a la iglesia, pero ahora me daba cuenta que lo único que importaba era justamente la iglesia.
La administración del templo me había dicho que ellos decoraban, ponían el diván y la alfombra y contrataban al organista. Así que pasé todo el año creyendo que no haría falta nada para la misa. Un mes antes un amigo se había ofrecido a regalarme el cuarteto y la música por ende había sido espectacular, pero el arreglo de la iglesia podía haber estado mucho mejor. Podía haber tenido mis estándares de calidad. Nimiedades a final de cuentas. La misa fue perfecta independientemente de todo. Aunque si volviera a casarme olvidaría la fiesta y me concentraría en adornar la ceremonia.
Mi esposo se rió de mi petición de fugarnos. En cambio el auto enfiló en dirección de mi café favorito. Días antes juraba que me bajaría en vestido de novia a comprar mi café. Pero hacia frio, estaba cansada y el vestido era tan grande que no creía poder pasar la puerta del local, así que le tocó a Víctor comprar el café en traje de novio.
Aún había suficiente tiempo antes de la fiesta, así que llegamos a cenar taquitos y luego pasamos a la casa de mis papás. Nunca he sentido tanto gusto de quitarme algo como el vestido. Descansé 10 minutos del ajustado corsé y aunque pedí que me quitaran el velo nadie quiso hacerlo.
-Tienes que entrar en el salón con el velo –me dijo mi mamá. No había de otra, mi madre había hablado.
Cuando llegamos al salón todos venían al auto y me miraban como guardando un secreto. Sonreían y se alejaban y volvían y se iban nuevamente.
-¿Quieres saber cómo quedó tu salón?
-No, quiero irme a nuestra casa
-¿Estás segura?
La chispa volvió de repente.
Nunca en mi vida me imaginé que mi salón de bodas pudiera lucir como lo hizo. Nunca esperé tener una boda como la tuve. No tengo palabras, era simplemente perfecto. Mi decorador me regaló mucho más de lo que yo habia pedido.
-Ange…- me dijo una de misa damas, la que cruzó el atlántico– nunca había ido a una boda como la tuya. Yo sonreí.
Era todo blanco, alumbrado con reflectores de color ambar y azul las mesas redondas mezcladas con mesas de cristal cuadradas tenian candelabros de cristal y linternas llenas de flores. Del techo colgaban cortinas y más candelabros. Me había imaginado algo en blanco y plata, y ese hombre me habia dado el blanco y elegante que le habia pedido pero multiplicado.
El cuadro de huellas estaba en la entrada y justo poníamos la huella cuando comenzó a sonar “un cielo lleno de estrellas” yo siempre había sabido que si nos casábamos nuestra canción de entrada sería de Coldplay. Por extraño que parezca todos los nervios se habían consumido antes de la ceremonia, ahora solo me quedaba la euforia.
No solo bailamos nuestro vals, sino que lo cantamos mientras bailábamos. Fue una elección secreta de Víctor pero que yo no tan secretamente deseaba. En realidad se pasó todo el año mostrándome canciones que podían o no ser el vals, de entre todas la que más me gustaba era esa.
Aunque nuestros papás querían dar una palabras, el brindis estuvo a cargo de una de mis hermanas. Terreno neutral. Fue conmovedor, tomó una poesía y la transformó para nosotros. Días antes en un lapso de estrés le había jurado a mis suegra que no habría Viborita porque era una ridiculez, pero al final la hubo. Nunca pensé así realmente, solo estaba estresada. Arrojé el ramo de la suerte en el segundo intento, Víctor en lugar de la liga aventó su buttonier. Aventar no es precisamente el término que usaría, “lanzo como proyectil” a un amigo. Todos nuestros amigos lo celebraron.
La comida apenas la probé. Habíamos cenado taquitos antes. El pastel se robó la atención de todos porque tenía algunos súper héroes en la parte de atrás, que aunque distaron mucho de la muestra sabían muy bien. Durante el resto de la noche bailamos, cantamos, corrimos, abrazamos, volvimos a bailar nuestro vals rodeados de todos los invitados en la pista, incluso gritamos una porra universitaria con los muchos amigos de la carrera que vinieron a la boda. Disfrutamos todo cuanto nos rodeaba. Yo trababa de absorber como por osmosis la felicidad que me rodeaba. La familia reunida, los amigos contentos, mi esposo abrazándome… y cuando todo terminó y fue momento de irnos, Víctor subió al auto los regalos, me tomó de la mano, la besó, y antes de encender el motor me dijo
-Vamos a nuestra casa.
Nota: Debo decir que muchos detalles no salieron como yo los había imaginado: en la iglesia no había arroz y las canastas no las utilizaron, en la fiesta el protocolo fue más lento de lo que tenía pensado, Los dulceros que hice durante todo el año se quedaron más de la mitad porque no los repartieron, los velos y cosas para el baile tampoco y pero nadie noto nada eso salvo yo. Al final eran detalles solamente.
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